Mis tres planes para no trabajar en la vida. Y mis mayores fracasos.
(y por qué se parecen sospechosamente a tu plan de negocio)
Y, no me juzgues, por que hoy te cuento tres historias muy íntimas (sí, reales). Yo también tenía planes. Diseñados con un único y noble objetivo: no dar un palo al agua en mi puñetera vida.
Supongo que ver a mis padres y a mis abuelos dejándose el lomo día tras día me generó una especie de alergia preventiva al trabajo. No era vagancia, era una estrategia de supervivencia. Y en mi mente infantil, tracé tres planes que me llevarían a la gloria.
Hoy, mirándolos con la distancia que da una calva, me doy cuenta de que esos tres fracasos monumentales no eran más que mis primeras lecciones de Business School. Y lo más jodido es que los motivos por los que mis planes se fueron al garete son exactamente los mismos por los que muchas empresas, hoy en día, acaban criando malvas.
Así que, para que no te pierdas en mis delirios infantiles y veas que todo esto tiene un propósito más allá de mi propia terapia, aquí tienes el menú de hoy.
Índice de despropósitos:
Mi primer plan maestro, Ser inútil.
El plan ‘royal’. Voy a ser Rey.
El golpe de estado de salón: Mi extraña manía de subestimar los recursos
Dejar de hacer el idiota: la única estrategia que de verdad funciona
Mi primer plan maestro: Ser inútil.
Mi primer plan era una obra de ingeniería social. Con la lógica aplastante de un niño de cuatro años, llegué a una conclusión: para no trabajar, tenía que ser incapacitado para ello. Pero no una incapacidad cualquiera. Tenía que ser total, absoluta, indiscutible. Mi idea era declararme ciego, sordo, mudo y paralítico. Un combo imbatible. ¿Quién demonios iba a poner a trabajar a alguien con ese currículum?
Una mañana viendo a la gente que vendía cupones de la ONCE descubrí la dura realidad. ¡Mierda! Incluso en las circunstancias más extremas que mi pequeña mente podía concebir, existía un trabajo que te podían exigir.
El coste de oportunidad que ignoras te está costando un riñón
Este batacazo infantil es una lección de primero de economía que muchos emprendedores parecen saltarse: el coste de oportunidad. En cristiano, es aquello a lo que renuncias cuando tomas una decisión. En mi caso, para conseguir mi objetivo (no trabajar), tenía que renunciar a ver, oír, hablar y moverme. Un coste, digamos, ligeramente desproporcionado.
En los negocios pasa cada dos por tres. Nos obsesionamos con una idea, con un producto, con una estrategia, y nos cegamos ante lo que estamos sacrificando.
¿Cuántas empresas se empeñan en mantener una línea de negocio que apenas da beneficios, solo por "prestigio" o por "historia", mientras renuncian a invertir esos mismos recursos (tiempo, dinero, talento) en una nueva oportunidad que podría ser un cohete? ¿Cuántos autónomos dicen "sí" a un proyecto mal pagado y que odian, renunciando al tiempo que podrían dedicar a buscar clientes mejores o a formarse en algo con más futuro?
El fracaso de mi plan "inválido" no fue no conseguir el objetivo, fue darme cuenta de que el precio a pagar era infinitamente superior al beneficio. Antes de embarcarte en tu próximo gran proyecto, no te preguntes solo qué puedes ganar.
Pregúntate, sobre todo, a qué estás renunciando. Como bien explican en este artículo de Harvard Deusto, "el coste de oportunidad es, a menudo, el factor decisivo que no se ha tenido en cuenta en un fracaso empresarial".
A veces, la mejor estrategia es no hacer nada y esperar una oportunidad mejor.
El plan ‘royal’. Voy a ser Rey.
Tras el fiasco del plan A, necesité una nueva estrategia. Más sutil, más elegante. Si no podía escapar del sistema por la vía de la incapacidad, lo haría por la vía del privilegio. Mi segundo plan maestro fue: Ser Rey, no se me ocurre mejor forma de no dar palo al agua. Mi plan, casarme con una de las infantas.
Mi lógica, de nuevo, era digna de un premio Nobel de la conveniencia. Analicé la situación: dos infantas, Elena y Cristina. Mi yo de ocho años, en un alarde de análisis de mercado, decidió que la infanta Elena era la candidata ideal. ¿Por qué? Porque (y esto es el razonamiento literal que hice) al ser, según mi criterio infantil, "la menos guapa", tendría menos príncipes azules haciendo cola en la puerta de Zarzuela. Mi propuesta, por tanto, sería recibida entusiasmo. Yo solo tenía que esperar a crecer, presentarme y ofrecer mis servicios como consorte. A cambio, una vida de lujo, cero trabajo y probablemente algún título nobiliario para fardar en el recreo.
El plan, obviamente, fracasó. No porque fuera un crío plebeyo, sino por una razón mucho más de base: yo no tenía ni la más remota idea de lo que quería, necesitaba o pensaba la infanta. Asumí sus motivaciones, sus anhelos y su situación sentimental desde mi completa ignorancia. Proyecté mis necesidades sobre mi "cliente objetivo" y construí un plan de negocio sobre una fantasía.
Por una vez, deja de vender y empieza a escuchar, anda
¿Te suena? Es el error número uno del marketing y las ventas. Creas un producto o servicio que a ti te parece la bomba. Resuelve un problema que tú crees que la gente tiene. Y lo lanzas al mercado sin haber hablado, de verdad, con una sola persona que encaje en tu supuesto público objetivo.
"Tu producto no es para todo el mundo. Y no, tu cliente no es 'una mujer de 25 a 55 años que vive en una ciudad'. Eso no es un cliente".
Fracasas no porque tu producto sea malo, sino porque no le importa a nadie. O, peor aún, porque lo intentas vender a la persona equivocada con el mensaje equivocado.
Mi plan matrimonial falló por la misma razón que fallan miles de startups: falta de validación del cliente. Asumí que la infanta estaría "desesperada" y que mi propuesta sería un chollo para ella. No hice customer research, no validé mi hipótesis.
Antes de trazar tu próximo plan de marketing, hazte un favor: sal a la calle. Habla con gente. Invita a un café a alguien que creas que podría ser tu cliente y pregúntale por su vida, no por tu producto. Entiende su "dolor" real, no el que tú te imaginas que tiene. Si yo le hubiera podido preguntar a la infanta, probablemente me habría dicho que prefería casarse con un poni antes que conmigo. Y me habría ahorrado el disgusto.
El golpe de estado de salón: Mi extraña manía de subestimar los recursos
Mi tercer y último gran plan para la vida contemplativa fue, sin duda, el más ambicioso.
La inspiración me llegó una tarde de febrero de 1981, viendo la tele con mi familia. En la pantalla, un señor con bigote y tricornio entraba en el Congreso de los Diputados gritando "¡Se sienten, coño!". Era, por supuesto, el golpe de estado de Tejero.
Y yo, desde mi caasa pensaba: "Ostras, pues no parece tan difícil". Le pregunté a mi padre como se hacía un golpe de estado y su respuesta me dejo pasmado.
Mi plan era simple: cuando fuera un poco más mayor, entraría en el Congreso, daría cuatro gritos, diría que ahora mandaba yo. Mi primer plan no requería nada, el segundo tiempo y este requería estudiar para ser militar y llegar a Teniente Coronel. La cosa se complicaba pero yo no me rindo fácilmente.
En fin. La idea no vale nada, la ejecución lo es todo
Este es el delirio final de muchos emprendedores. La enfermedad de la "idea millonaria". Creen que tener una idea brillante es el 90% del trabajo. Se centran en el "qué" y se olvidan por completo del "cómo", del "con qué" y del "con quién".
"Una idea no vale nada. Cero. Patatero. Lo que vale es la ejecución. Y la ejecución requiere un plan de recursos que no sea una servilleta de bar con cuatro números".
Según un famoso estudio de CB Insights sobre las causas del fracaso de las startups, la segunda razón más común (después de que no haya mercado para el producto) es quedarse sin dinero. Es decir, una pésima planificación de recursos.
Mi plan golpista fracasó en mi cabeza en cuanto pensé en el primer paso real: ¿de dónde saco una pistola y un ejército?
De la misma forma, muchas empresas fracasan cuando se dan cuenta de que para ejecutar su "brillante idea" necesitan:
Un equipo que no pueden pagar.
Una tecnología que no saben desarrollar.
Unos conocimientos legales que ignoraban.
Un tiempo de desarrollo que multiplica por diez sus previsiones iniciales.
Un coste de adquisición de clientes que hace inviable el negocio.
Subestimar el esfuerzo y los recursos necesarios no es optimismo, es una negligencia. Es pensar que puedes dar un golpe de estado tú solo porque lo has visto en la tele. Es lanzar un negocio online pensando que los clientes llegarán por arte de magia, sin invertir un euro en marketing. Es, en definitiva, ser un iluso.
Dejar de hacer el idiota: la única estrategia que de verdad funciona
Mis tres planes para librarme de trabajar fueron tres fracasos estrepitosos. Pero hoy los miro con cariño. Fueron mis primeras clases sobre: coste de oportunidad, conocimiento del cliente y planificación de recursos.
Fueron la demostración práctica de que las ideas, por muy geniales que parezcan en tu cabeza, se estrellan contra el muro de la realidad.
Y esa es la gran lección. En los negocios, como en la vida, no se trata de tener un plan perfecto e infalible. Se trata de tener un plan, ponerlo a prueba, ver cómo la realidad lo hace trizas y tener la agilidad para adaptarlo, corregirlo o, si hace falta, tirarlo a la basura y empezar de nuevo.
Así que ahora te pregunto a ti.
¿Cuál ha sido tu plan ‘Tejero’? Esa idea que parecía brillante y se estampó contra el muro por no medir bien los recursos.
¿Cuándo fue la última vez que intentaste venderle algo a una "infanta" sin tener ni idea de lo que realmente necesitaba?
¿a qué estás renunciando ahora mismo, cuál es tu coste de oportunidad por perseguir esa métrica vanidosa o ese proyecto que ya no te crees?
No me respondas a mí si no quieres, pero respóndetelo a ti. Y si estas idioteces te han sacado una sonrisa o te han hecho pensar, ya sabes qué hacer: reenvía este correo a ese socio, colega o amigo que necesita una dosis de realidad con un toque de humor.
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- Pau.
Jajajaja, me encanta. Y tenemos algo en común, yo también pensé en casarme con Felipe de Borbón.
¡Qué pena que le gusten las rubias sin carnes!
Un inútil que llega a rey absolutista gracias a un golpe de estado 🤣🤣🤣